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Como diría Brecht…

«El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el coste de la vida, el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales»

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Las manos de Olga

Tiembla. Mueve las manos sin parar. Las chicas que la rodean ni se mosquean, escuchan al hombre que canta boleros y tangos. Ella está sentada en la punta de un sillón. Sus piernas son muy delgadas, parecen de papel.

Las articulaciones de sus dedos no dejan de bailar, rasga al aire. Lo ataca. Nadie la mira. Debe ser normal.

El hombre canta una de Sandro, y las chicas lo siguen. Acompañan el sonido de la guitarra con sus desgastadas voces.

A ella se la ve nerviosa. Sigue con sus extraños movimientos de manos. ¿Parkinson? No parece.

Llega Olga, la ‘jefa’. Le da un almohadón, la acaricia. También besa su frente. Se acerca aún más y le dice algo en el oído. Y ella se calma. Sigue mirando a la nada, pero las manos ahora descansan.

Odio los geriátricos.

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La chica de rostro radiante

Martes, 22.10. Un taxi Chevrolet Corsa II es el encargado de llevarme a mi casa. El trayecto es casi siempre el mismo: de Parque Patricios a Villa Devoto.

-Ehm, buenas noches. Voy hasta Devoto. Por lo general tomamos autopista y bajamos en General Paz.

Siempre digo lo mismo.

Parque Patricios no es una zona agradable de noche. Cerca de la cancha de Huracán el ambiente es turbio, denso: en la calle no hay un alma más allá de las 21.

El tachero comienza a hablar de la villa que está detrás de la cancha de Huracán. «Yo a todos esos los conozco, siempre ando por acá». Sus palabras rápidamente desaparecieron de mi mente.

-Qué mundo de mierda este. Y todo por la droga. Todo por la droga. Si ahora me bajo y pongo una línea de merca arriba del capó van a aparecer 20 monos de la nada. Yo rescaté a un pibe de la droga, ¿sabés?

¿Qué se supone que tenía que decirle? «¿Ah, sí?», solté.

-Siempre me juntaba con unos compañeros también taxistas a lavar el coche ahí atrás del Hospital Militar, ¿sabés? Un día vino un pibe de 20 años y me preguntó si podía ayudarme. ‘Otro día será, ya estoy terminando’, le dije. Y de ahí en más todas las semanas venía y me daba charla. Yo le tiraba unos pesos y el me dejaba limpito el auto, ¿sabés? Hasta que un día me pidió ayuda. Me pidió si podía alejarlo de la droga. A mí esos temas me conmueven, ¿sabés? Yo no tengo pibes, pero me parte el alma verlos así. Pepi, le dicen a este muchacho. ‘Mañana te paso a buscar. Ponete la mejor ropa que tengas y vamos a ver qué podemos hacer’, le dije. Fuimos de una al Sedronar a preguntar, pero ahí sólo te meten pastillas y te largan a la calle. Y eso no sirve. Así que me hice como su psicólogo, yo soy chofer, no dueño de este auto, no podía ayudarlo con guita para la rehabilitación.

Viajo cinco días de la semana en taxi, y cuando presiento que una historia puede ser interesante, comienzo a grabar la conversación con el celular.

-De a poquito lo fui sacando, él se iba sintiendo mejor. Un día me pidió si podía ir a su casa para charlar con la madre. Ella no le creía nada, ella decía que él seguía drogándose.

El discurso fluye. Ni siquiera es una conversación. Habla rápido, y con la voz baja. Pese al frío, va con la ventaja baja. «¿Te jode si fumo un pucho?».

-Un día Pepi me dice si puede presentarme a una amiga. ‘No me metas en quilombos, yo no soy el manosanta. No puedo andar ayudando a todos los que se drogan'», le dije re caliente. Yo no soy ningún boludo, ahí pensé que me quería cagar. ¿Pero viste cómo son los pendejos? Un día la trajo. A ella, a Mayra. Tenía un rostro radiante, que transmitía tranquilidad. Y la ayudé desde el primer día. Era inevitable, tenía sólo 19 años y vivía sóla en la calle, abajo de un puente sobre Av. Brasil. No tenía a nadie por ese entonces.

Cuando empezó a hablar de la chica su tono de voz cambió. Comenzó a hablar más despacio. Cada tanto sentía la necesidad de poner una pausa. «¿Y qué pasó con ella?», consulté. Fue la primera frase que el tachero me dejó soltar.

-Ella me pidió mi teléfono, ella me preguntó si cada tanto podía comprarle un sánguche. Y le tomé cariño muy rápido, su cara era radiante, ¿sabés? Yo le di mi número y le dije que, esté donde esté, tenía la obligación de llamarme una vez por día para contarme cómo estaba. Un día le llevé unas milanesas que me habían sobrado, y me dijo algo que me conmovió: ‘¿Querés ser mi papá?'». ¿Qué le iba a decir? ¡Claro que sí! Me partía el alma verla así, sola.

El ritmo del habla aún era lento. Se lo escuchaba algo más alegre. Atrás había quedado esa sequedad del comienzo de la conversación.

-¿Y hoy cómo está ella? ¿Qué sabe?

-Es el amor de mi vida

-¿Perdón? No entiendo.

-Claro, somos pareja. Vivimos en un departamentito en Constitución que de a poco estamos pagando. Ella está en quinto año de la secundaria y el año que viene quiere estudiar medicina. Ya no se droga con nada. Yo tengo 51 años, y hoy ella 23. Somos felices. No hay mucha explicación. Se dio.

Beto. El tachero se llama Beto. Recién me dijo su nombre cuando me dejó en la puerta de casa. «Ojalá te lleve pronto nuevamente, es un viaje largo y me deja re buena guita, ¿sabés?».

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Mis notas

Poesía de despedida

Remeras, gorras, pines, camperas. La cara del Che está estampada en todos lados. Los que se ponen esos accesorios tal vez no cayeron en la cuenta que es una contradicción del pensamiento del líder revolucionario. Los accesorios están vacíos de contenido. Se pierde el mensaje.

«No es sólo el rostro de un hombre en una camiseta»

Hoy Ernesto cumpliría 85 años.

No es sólo leer sus diarios de campañas e imaginar la situación. Es ir más allá y tratar de entender una forma de vivir. Una ideología. Es tener que agarrar textos de Marx y Lenin para comprender ciertas afirmaciones. Ciertas decisiones.

Antes de ser asesinado en Bolivia grabó un poema para su segunda esposa, Aleida. El texto es de César Vallejo, y se llama ‘Los heraldos negros’. Él lo sabía de memoria:

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé.

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes … Yo no sé!

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Ni en el infierno lo quieren

Tener una primicia es algo extraño. Sabés algo que millones de personas no. Te sentís eufórico. O al menos eso me pasa a mí.

Hoy por la mañana recibí un mensaje poco antes de las 8: «Se murió Videla».

Automáticamente me acordé de los relatos de mis viejos. De cómo sufrieron la adolescencia.  De cómo tenían que mirar atrás cuando caminaban por las calles.

Asesinó. Despreció el valor de la vida humana. No hay mucho más que decir. Sí que sentí escalofríos cuando me confirmaron la noticia.

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